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Un golpe al sombrero

Claudia Barrionuevo [email protected] | Lunes 20 julio, 2009



Un golpe al sombrero


Tenía meses de no ver a mi amiga Inés. Habíamos hablado por teléfono alguna vez aunque siempre en carreras, abreviando anécdotas y minimizando estados de ánimo. Necesitábamos estar juntas un par de horas frente a frente para ponernos al día sobre nuestras cuitas.
El día de nuestro encuentro Inés se disculpó: debía acompañar a su abuelita Victoria. Nos había costado tanto cuadrar nuestras agendas y hacía tanto tiempo que no la veía, que decidí ir a casa de doña Victoria.
No pudimos estar solas en toda la tarde pero igual la pasé muy bien. La abuelita de Inés, además de encantadora, es una mujer informadísima sobre la actualidad nacional e internacional. Fanática de la política y apasionada defensora de la democracia, no podía dejar de hablar de su malestar por el golpe de Estado acontecido en Honduras semanas atrás.
Doña Victoria estaba tan indignada como nosotras por la insistencia del presidente de facto y su grupo en justificar las múltiples acciones antidemocráticas que se han venido realizando desde el 28 de junio. El dulce tono de voz de la señora se endurecía al comentar las posiciones de algunos nacionales y hondureños que han aplaudido a los militares por —según ellos— restaurar el Estado de derecho y reinstalar la democracia. La abuelita de Inés no podía controlar su enojo ante la cantidad de presos y asesinados que la terrible situación política ha provocado en Honduras y no dejaba de lamentarse ante el regreso de las dictaduras latinoamericanas.
Además de su fuerte vocación democrática, doña Victoria es una señora educadísima; de todo el evento hondureño lo que más la tenía molesta eran las malacrianzas de los protagonistas.
No había podido perdonar al señor Zelaya por hacerle “un feo” a nuestro Presidente el mismo domingo del golpe, no aceptando su invitación a viajar juntos al día siguiente hacia Nicaragua.
Doña Victoria se burló del señor Micheletti; llegó a Costa Rica —convocado por don Oscar que esperaba mediar en el conflicto— y temía salir del aeropuerto. Como madre que convence a su hijito de que no debe tenerle miedo a la oscuridad —ironizó la abuelita de Inés— don Rodrigo Arias tuvo que ir a buscarlo y ofrecerle montarse en el mismo vehículo con él.
La buena señora además encontró groserísimo que los dos caballeros permanecieran escasas horas en nuestro país, se fueran enseguida argumentando cualquier cosa y no participaran juntos en ninguna reunión.
No podía creer que el máximo representante de la diplomacia hondureña, el canciller del gobierno golpista se refiriera al Presidente de Estados Unidos como “ese negrito que no sabe donde queda Tegucigalpa”.
Pero lo que definitivamente tenía enferma a doña Victoria era la falta de elegancia del presidente depuesto. “Según el Carreño ningún caballero entra a un recinto o se sienta a la mesa con el sombrero puesto. Menos con uno tan grande y feo”. Y alzando la voz afirmó enfática: “Solo por eso yo también le hubiera dado un golpe…” Inés y yo la miramos con asombro y ella sonriente agregó: “Un golpe al sombrero para que se le cayera al suelo”.

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